Y viaje tras viaje uno empieza a odiar a esos asientos cada vez más apretados de la clase turista. Y a soñar cada vez más con que alguna vez te toque por fin Clase Ejecutiva. Y esa burguesada se vuelve paradójicamente el destino inalcanzable. Lo que alguna vez fue un medio para llegar a la aventura se empieza a volver un fin. Y uno comprende allí con resignación que ha perdido –como tantas cosas– aquella utopía vagabunda del viajero.
Recibo la propuesta de un nuevo viaje y en estado de pereza sedentaria vuelvo a dudar. Y cuando siento que esta vez al fin diré que no, voy hasta la biblioteca y en el estante de siempre viene en mi auxilio –una vez más– aquella poesía luminosa de Raúl González Tuñón: “Para que a cada paso un paisaje o una emoción o una contrariedad nos reconcilien con la vida pequeña y su muerte pequeña. Para que un día nos queden unos cuantos recuerdos: decir, estuve, estuve en tal pasión, en tal recodo. Estuve por ejemplo, en la feria de Aubervilliers una mañana, con un trozo de asado, una amistad tranquila, la mesa clara, el perro, el buen hablar y afuera, las verduleras de París chapoteando con los zuecos en la nieve. Para que bebamos la rubia cerveza del pescador de Schiltigheim es necesario no asustarse de partir y volver, camaradas”.
Vuelvo a entender entonces, como cada vez, que un viaje no es nunca como uno elije soñarlo, una catarata de continuas emociones, sino el módico medio apenas para echar al bolsillo aquellos recuerdos mínimos y preciosos que le dan sentido. Que no hay manera de encontrar oro sino cribando mucha arena. Y que no ha habido viaje al fin que no me haya dejado al menos, como al poeta, ese vaso sublime de cerveza rubia.
Entonces como en una calesita desfilan los míos: Mónica y yo besándonos en un Citroën inundado por la tormenta, los pies sobre el tablero y mirando a lo lejos el pueblo de Atacama. La Fiesta del Grito una noche en Celaya, gritando Viva México a la medianoche con una mascarita de cartapesta, uno más entre la multitud. Unas aceitunas machacadas en un mostrador de Cádiz, escuchando con reverencia a Alfonso Sastre hablarme del teatro español, la izquierda y la tortilla de patatas. El agua humeante en la noche de los Termales de Santa Rosa, en el eje cafetero de Colombia. Salir del agua hirviente al frío helado de la montaña para tomar un ron de Caldas con amigos y volver a sumergirse. Una mañanita en Erice, en las alturas de esa montaña de Sicilia, que nos permitió soñar que vivíamos en una nube. Una clase de dramaturgia que di una mañana en la playa de Luquillo en Puerto Rico, una orquestita alucinada en la danzonera Monterrey de Guadalajara, un choripán con Pilsen sobre el pasto mirando murgas en el precarnaval montevideano, la bajada en bici de Cuchi Corral al Río Pintos.
Surge un nuevo viaje y me convence, apasionado y paciente, otra vez González Tuñón de que no existe otra forma de decir estuve. Vuelvo a sacar entonces del placard la maletita cabinera.
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thanks
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